El desarrollo de la Inteligencia Artificial está propiciando no sólo la emergencia de una sociedad digitalizada sino también un cambio cultural de mayor calado, que se traduce en la necesidad de repensar el fenómeno humano para reestructurar las relaciones económico-sociales e incluso modificar la inserción en el medio físico. Esta revolución cultural, es resultante de un desarrollo tecnológico que está convirtiendo en realidades tangibles, cosas que hasta hace poco no eran sino ensueños literarios de ciencia ficción. Es lógico, pues, que las nuevas perspectivas y realidades demanden con fuerza reflexión, cautela y, sobre todo, un explícito abordaje de la derivada ética del fenómeno. Porque, de hecho, la Inteligencia Artificial -como cualquier otro artefacto– ofrece siempre una dosis de ambivalencia respecto a posibilidades y resultados.
Cuando la narrativa optimista resalta las fabulosas expectativas -salud, educación, seguridad- que cabe imaginar con el concurso de la Inteligencia Artificial, emergen escenarios fascinantes, que animan a avanzar por la senda tecnocrática. Sin embargo, como pasivo discordante de esta -a menudo, ingenua- retórica se levantan otras voces, alarmadas ante previsibles e indeseables consecuencias de una Inteligencia Artificial, si quedará exenta de reglamentaciones, abierta al experimentalismo imprudente y, sobre todo, inmunizada ante la reflexión filosófico-moral.
En una especie de nueva versión de la hegeliana dialéctica del amo y el esclavo, a la altura del siglo XXI, la Inteligencia Artificial podría acabar mutando desde lo que es -un producto humano-, hasta convertirse, no sólo en productor de humanidad, sino en el señor del mundo, dueño de vidas, haciendas y, lo que es aún más peligroso, en una especie de deus ex machina, capaz de imponer, como inevitable, un destino a nuestra especie. Aunque no fuera más que por esto, el Bien Común exigiría un abordaje filosófico-moral del hecho tecnológico en su conjunto y de la Inteligencia Artificial más en concreto.
Porque, si bien es verdad que la Inteligencia Artificial es un producto humano, capaz de superar a su productor, ello sólo es así en el aspecto más inmediato y obvio de la ecuación. El algoritmo tiene mayor potencia de cómputo, una capacidad de almacenamiento mucho más grande que cualquier cerebro y una velocidad de procesamiento inimaginable para nuestras neuronas. Ello es verdad y no cabe discusión al respecto. Sin embargo, constituiría un reduccionismo inadmisible y falaz pretender con ello dejar en penumbra la otra cara de la moneda, esto es, la dimensión espiritual del ser humano, aquélla que, por lo demás, lo singulariza ontológicamente frente a toda otra realidad, ya natural, ya artificial.
Con esto que se dice, estamos apuntando hacia aquella segunda cosa que llenaba el ánimo de Kant de admiración y respeto y que sigue asombrando a cualquiera que piense. Porque el ser humano está dotado de inteligencia natural y sentiente -imperfecta, falible, limitada, frágil, inquieta e insatisfecha…-; pero, al propio tiempo, de una inteligencia capaz de intuir valores y de autodeterminarse. De ahí, el creciente interés por una Inteligencia Artificial responsable, a favor de lo humano y al servicio de las personas, desde el convencimiento de que se puede -y, por tanto, se debe- tomar las riendas del proceso y hacer que la Inteligencia Artificial jugando a favor de obra, evite la legitimación autorreferencial y favorezca a la humanidad.
Por fortuna, no partimos en absoluto de cero. Hay mucho -y muy bueno- ya pensado en Filosofía Moral para posicionarnos ante las nuevas realidades, buscando guías éticas para la acción. En paralelo, las legislaciones más avanzadas y progresistas ofrecen también lineamientos, principios y criterios sólidos respecto a la Inteligencia Artificial. Pensemos, por caso, en los trabajos del Grupo de Alto Nivel de la Comisión Europea cuando propone como requisitos éticos para una Inteligencia Artificial responsable y digna de confianza: prevención del daño, respeto a la autonomía, equidad y explicabilidad. Dichos elementos van complementados con otras exigencias más concretas, igualmente, bien traídas: agencia y supervisión humana; solidez técnica y seguridad; respecto a la privacidad y adecuada gestión de los datos; transparencia; no discriminación; y bienestar social y medioambiental.
Los principios y valores éticos que habrían de inspirar leyes y reglamentos, e incluso, las virtudes y las prácticas que deberían desplegarse para una buena interacción con -y en el marco de- la Inteligencia Artificial son aspectos en los que se produce una muy significativa convergencia teórica. Con todo, se abre ante nosotros un sugestivo camino práctico que transitar. Dado que no todo lo técnicamente posible es siempre éticamente deseable, conviene discernir con buen criterio lo que sí merece la pena: y ello fue siempre labor de la Ética.