Bruno tuvo la caja de su Nintendo sin abrir todo el día de su cumpleaños. Pensaba que no nos había dado tiempo a conseguirla, por el confinamiento, y quería ahorrarse la decepción hasta el final. Y mira que su hermana mayor -que lo sabía- le insistía. Nada. Ni con la tarta, ni con las velas, ni con la videoconferencia con los abuelos, ni con la cena.
Lo que vino después es el mejor recuerdo que me proporcionó el confinamiento. Un tiempo compartido con mi hijo, jugando a videojuegos, luego con toda la familia, turnándonos en el Zelda, compitiendo juntos en el Boomeran Foo, y en el Asfalt. Confinados, pero sintiendo alivio al ver que la consola le servía también para hablar, estar y compartir conversaciones y juegos con sus amigos del cole. El alivio sicológico a la situación y la posibilidad de socializar le sirvieron como vías de escape, y la consola como medio para conseguirlo. Nunca le hubiera imaginado ese uso.
También recuerdo que no encendimos la tele ni un solo día. Ninguno de los cuatro. Me refiero a la tele en abierto, porque sí que vimos por la noche series y películas de las plataformas. Cuando los abuelos llamaban para preguntar si nos habíamos enterado de esto o de aquello -muertos, hospitalizaciones, ampliación del decreto de cierre, los dramas en fin-, contestábamos que sí. Por los periódicos digitales, por las redes, y en mi caso también por mi trabajo cotidiano. No por los canales que ellos nos citaban, claro.
Esta anécdota es real. Ya forma parte de la vida de mi familia, de mi memoria. Y la he traído a colación para explicar algo muy importante, que a menudo se pasa por alto. Hoy el mundo se divide entre quienes juegan a videojuegos y quienes no. No es un chiste, ni una exageración. Mirad a vuestro alrededor. Y fijaos que en la brecha entre digitalizados y no digitalizados hay una constante: quienes no lo están, o lo están a medias, no han probado en su vida uno de estos juegos. Los cincuenta funcionan como una barrera, hay personas de esa edad hacia arriba que usan la tecnología porque no les queda más remedio. La app del banco ya es mucho: un videojuego les abrumaría. En cambio, si tomamos la línea de edad en sentido opuesto, hasta la generación Alfa, encontramos desde cincuentones con consolas retro hasta niños que jamás usan la televisión si no es para conectar la consola. Varias generaciones individuos que si no han usado los videojuegos, los usaron, o los usan habitualmente. Incluso son susceptibles de reengancharse al cabo del tiempo, como, ¡ejem!, yo.
Esta división en dos partes parece no tener importancia, pero definirá cultural y socialmente al siglo XXI.
Mirad, por favor, a vuestra tele, y lo comprenderéis del todo. Seguro que todavía tenéis una. Fue un aparato ante el que uno debía sentarse sin participar. Socializó y culturizó al siglo XX, abrió a varias generaciones el cine, las actuaciones musicales, la moda, la naturaleza, los viajes, los programas infantiles, y los dibujos animados. Puso en fin las bases de esa cultura de la cual los videojuegos son una derivada más.
Y ahora cerrad los ojos. Para imaginar que dentro de nada serán hombres y mujeres adultos esas dos generaciones, Z y Alfa, de niños que crecieron y socializaron delante de una consola, no de una televisión. Seguro que ahora os es más fácil comprender la importancia de los videojuegos, y de todo lo que os han contado sobre ellos en los artículos de Bifurcaciones 10.