Los CEO de las principales empresas del sector coinciden en que el turismo tardará entre 12 y 24 meses en recuperar los niveles previos a la pandemia. Este verano será, por tanto, apenas un aperitivo de lo que nos espera para 2022. Momento en que una industria brutal recuperará su último punto de éxito, el de hace un par de años, cuando treinta millones de vuelos habían trasladado a 1.300 millones de turistas por todo el planeta. Los ingresos económicos, creación de empleo y riqueza que generaron trajeron aparejados también una serie de fenómenos catastróficos. Y no hace falta ser un gurú para anticipar que volverán cuando este sector esté de nuevo a plena marcha.
El primero será cumplir la predicción hecha para 2050, momento en que el 22% de los gases responsables del calentamiento global habrán sido emitidos por los vuelos turísticos. Inmensas cantidades de CO2, azufre y nitrógeno para calentar más los polos, variando el jet stream, esa corriente de aire que ha enviado un verano de 50ºC a Canadá y traído semanas frescas al verano español.
Además los literales costeros volverán a tener aguas estériles. Los desechos del alcantarillado que se arrojan al mar, incrementados exponencialmente por hoteles y áreas residenciales alimentan un tipo de algas, las cianobacterias, que se vuelven dominantes. Estas eliminan todo el oxígeno del agua, y como cuentan los pescadores y navegantes mallorquines, es un espacio de cinco kilómetros desde la playa hasta mar adentro, todo en torno a las Baleares es en torno a septiembre una auténtica zona muerta.
No mucho mejor les irá a las grandes ciudades, donde la afluencia de visitantes ha pasado de estacional a permanente. Sus zonas turísticas se transformaron de residenciales a hoteleras, modificando el comercio y ocio pero también añadiendo un problema de gestión ambiental y de movilidad. El personal que trabaja allí y debe desplazarse a esos puntos colapsa el transporte público, llena las carreteras de acceso y llega en coche a los alrededores, aumentando la contaminación urbana. En algunas ciudades ya hay una preocupación genuina por acabar transformados en parque de atracciones turístico. Porque cuando la presión del sector desplaza a todos los demás, acaba haciéndolos desaparecer. Destruye el entorno empresarial y despuebla de habitantes la urbe. Venecia ya está muy, muy próxima a convertirse precisamente en esto. Y en absolutamente nada más.
No podrá extrañarnos por tanto que junto a todos los demás fenómenos vuelva la turismofobia. Un término sociológico que define el rechazo por el viaje de recreo y quienes lo protagonizan. Es también una tendencia que se abre paso entre un número cada vez mayor de personas, al igual que lo hace el veganismo en la forma de consumir alimentos, la movilidad sostenible o el consumo responsable. Tiene lógica este rechazo cuando el turismo es un sector que enriquece los países y por tanto mejora la renta per cápita, servicios públicos y nivel de vida. La pregunta en España no puede ser más pertinente, dado que somos junto a Francia y EE.UU. uno de los tres gigantes turísticos mundiales. Destino planetario por antonomasia. Y también una de las regiones donde la turismofobia se ha acompañado de acciones de protesta en la calle.
Para responder al dilema regresemos otra vez a las Baleares, donde mientras los turistas no han dejado de aumentar, la renta per cápita de sus habitantes se ha desplomado. Debido a los precios de la vivienda, disparados, y a las condiciones de los trabajadores -productos caros, alquiler o compra por las nubes- además de los cuerpos de seguridad y sanitarios evitando las islas como destino. Masificación, polución, salarios a la baja, contratos precarios… la lista negativa es interminable. A todo eso habría que sumar, como problema general del país, la dificultad de transformar nuestra economía a otros sectores para no depender tanto del turismo. ¿Cómo se hace eso después de cincuenta años construyendo hoteles y formando camareros, y sin desabastecer de trabajadores y recursos al sector?
Y si lo logramos, si mañana somos un referente mundial en energías verdes o en tecnología, o en lo que sea, ¿tendremos que renunciar a nuestro turismo, en el que llevamos invirtiendo desde los años sesenta? No parece una decisión sensata.
Tampoco lo ha sido que en este país no hayamos oído hablar de un plan para dedicar los ingresos del turismo a paliar sus consecuencias negativas. Se nos ha repetido mucho los grandes beneficios que nos trae, pero es que ahora, con la masificación turística, vemos el perjuicio con nuestro propios ojos. Qué ocurrirá, además, si un día esas aguas mallorquinas estériles no volvieran a repoblarse para la siguiente temporada alta. Y si el Mar Menor también se transformara en una laguna estéril y desaconsejada por Sanidad para el baño. La lista de destinos costeros, interiores y urbanos que se quedarían sin turistas es prácticamente interminable. Podemos mirar a otro lado y esperar que la masificación los degrade definitivamente.
O abordar de una vez un plan país para el turismo. Urgente, porque tenemos que conservar lo que tenemos para el futuro, y también conseguir que todos vivamos mejor gracias a una de nuestras industrias más importantes. Las soluciones pueden ser tan radicales como aquellas utopías reclamadas por el 15M, y tan posibles como que ya exista su posibilidad en la legalidad vigente. Como una reserva de suelo para residentes en áreas tan afectadas como Mallorca, o limitaciones a la afluencia como esos torniquetes que se han instalado en Venecia -y que detienen a los visitantes cuando son demasiados-.
El gran reto de nuestro turismo no es atraer más visitantes, generar más riqueza, digitalizarse y modernizarse, conseguir gasto de calidad y no ingleses practicando balconing hartos de alcohol. Nuestro inmenso reto es ser capaces de generar con el turismo beneficios sociales además de económicos, un ecosistema empresarial y natural sostenible, y un desplazamiento de los ingresos turísticos al bienestar del ciudadano. Casi parece mentira que llevemos en este sector desde la década de 1960, que seamos un referente mundial, y que no hayamos hecho todavía nada de eso. Ya nos toca.