Muerto laboralmente hablando. Porque el aviso se repite una y otra vez: la mayoría de profesiones en que se trabajará dentro de unos años ni siquiera se han inventado. Esto implica que habrá nuevos empleos, pero también que desaparecerán parte de los que existen. Para ninguno de ambos casos estaremos capacitados. Así que la pregunta es ¿cómo demonios nos formamos para una realidad laboral completamente líquida?
Partiendo de que ni siquiera lo estamos haciendo bien para una realidad estructurada. Según la OCDE y el Ministerio de Educación, en 1975 se detuvo el avance en formación de los españoles, y no ha escalado desde entonces. Ni en excelencia, ni en equidad. Este siglo XXI hemos visto esta tendencia estancarse todavía más: ya no hay diferencias apreciables entre los informes PISA de las tres generaciones, la X, los millenials y los Z.
Los docentes coinciden, tenemos que abandonar nuestra concepción mecánica y obsoleta del sistema de evaluación. El cual nos convierte en el segundo país de Europa con más repetidores de curso. Equiparar el gasto educativo en los Presupuestos Generales del Estado con los países UE de nuestro entorno. Eliminar la inversión ineficiente. Dotar de más autonomía a los centros, y paliar la infrautilización de las redes de apoyo al docente.
Pero incluso si se produjera un milagro, y tuviéramos todo eso solucionado mañana, seguiríamos sin poder enfrentar un horizonte de trabajos que no existen y trabajos que desaparecerán.
El motivo radica en parte en el modo de interpretar el tratado filosófico que más ha influido en la educación contemporánea. Los principios de Emilio, o De la educación, el texto concebido por Jean-Jacques Rosseau en 1762, son el origen de la idea compartida universalmente por las sociedades modernas. La de que con unos ciudadanos cada vez más alfabetizados generarán riqueza, competitividad y bienestar a sus países. Hoy ya tenemos adoptado el objetivo. Pero nunca nos hemos atrevido a aplicar su método. Y eso lo que pide este momento de incertidumbre.
Rosseau defendía al profesor autoritario, pero entendiendo que el estudiante aprendía no para adquirir un oficio, sino para valerse como adulto por sí mismo. Para no depender de la sociedad, el estado, la iglesia, ni de institución alguna. Como se había ejercitado en la experimentación y el juego creativo para aprender, sería capaz de enfrentarse a cualquier situación imprevista o desconocida en su vida futura. Porque habiendo aprendido a ser autodidacta se enseñaría, ya sin su tutor, las habilidades que necesitara.
Ser autodidacta se considera todavía en el mundo laboral, mayoritariamente, un despropósito. Apenas un puñado de empresas, Apple, Google, Tesla, y algunas otras tecnológicas se han abierto a contratar personas sin graduación universitaria. Seleccionándolas por demostrar que poseen habilidades específicas. Sin que importe dónde o cómo las han adquirido. Pero no es una tendencia homogénea ni universal. Ni siquiera podemos estar seguros de que existan suficientes candidatos capaces de enseñarse a sí mismos.
Es un importante lastre para los trabajadores del presente, y los del futuro. La tecnología nos ha proporcionado la mayor cantidad de conocimiento de calidad con acceso libre vía internet. Pero no existe una educación encaminada a crear ciudades capaces de aprovecharlo. Pongamos un ejemplo. Tyler Dewitt, microbiólogo por el MIT, y creador de los canales de formación más populares de YouTube, ayuda a muchos estudiantes universitarios a superar sus exámenes de química, explicándoles de forma comprensible lo que su docente en el aula no fue capaz. Sus vídeos también servirían a alguien con aptitudes para especializarse. Pero ¿quién evaluaría sus habilidades adquiridas para contratarle? La iniciativa personal termina en el cuello de botella de las titulaciones, a la par que se habla cada vez más de las habilidades en el C.V.
El debate ha saltado a la docencia, con los profesores tradicionales enfrentados a gurús del autoaprendizaje. Lo que nos aleja todavía más del verdadero problema. No hemos construido ni estamos construyendo sociedades de personas capaces de enseñarse a sí mismas. La sociedad no potencia al autodidacta. No me refiero al del pasado, al rebelde que aprendía por sí mismo. Sino al que hoy, acabada su formación, sigue interesándose por reciclarse a diario. Parece evidente que si mañana el trabajo será otro tendremos que ir cambiando de actitud y de habilidades o conocimientos para no quedarnos sin ingresos. No es eficiente emprender una nueva carrera u otro máster cada diez años, pero sí tomarse el tiempo para aprender lo que no sabíamos. Ni siquiera hay que hacerlo viendo vídeos, puede elegirse el camino reglado. O combinar ambas cosas.
Pero de momento el mundo académico nos mantiene en un callejón sin salida. Ellos imparten el conocimiento, y el conocimiento acaba en su último día de clase, y con la calificación final. Al mismo tiempo aumenta el número de ciudadanos que en todo el mundo usan los recursos tecnológicos para enseñarse a sí mismos, a menudo fuera de cualquier institución reglada. Y al mundo laboral le cuesta admitir que quizá no necesita tantos titulados, y sí más personas con un oficio.
Así que de momento la clave de nuestro futuro individual solo nos la podemos dar nosotros mismos. Aprendiendo a enseñarnos. Comenzando por aceptar que nuestra profesión no se parecerá a lo que es hoy dentro de veinte años. Yo mismo me encuentro ya en esa disposición. Convencido de que todas mis colaboraciones, incluida esta de Bifurcaciones, serán escritas en unos años por inteligencias artificiales. Para entonces confío en haber completado mi conocimiento sobre las IAs, y estar lo suficientemente habilitado para guiarlas. Porque, créanme. Con las máquinas ya ocurre lo que con las personas. Algunas de las cosas que escriben son infumables hasta que el editor las reconduce.