Imaginemos dos niños que el 11 de marzo de 2020 dejaron de ir al colegio por el cierre obligatorio producido en la mayor parte de las comunidades autónomas. Estos dos niños o niñas indefinidos, llamémosles A y B, hasta ese momento habían ido a la par en el colegio y su esfuerzo se traducía en unas expectativas de futuro brillantes para ambos. A punto de terminar educación infantil, A y B esperan empezar en 2020 la ESO y sus profesores tienen la perspectiva de que lleguen emparejados a Bachillerato y a la Universidad.
A pertenece a una familia de renta media; su padre es filólogo inglés a pesar de lo cual trabaja como administrativo, y su madre, ingeniera agrónoma, es funcionaria. B pertenece al mismo grupo de renta. Su padre es jefe de sección en un supermercado y durante toda la pandemia tuvo que estar trabajando. Aunque es muy reconocido en su trabajo y está bien remunerado, no tiene formación académica superior. Su madre es auxiliar de enfermería y trabaja en un gran hospital, donde tiene el importante puesto de jefa de turno.
¿Cuál fue el resultado de la pandemia en términos académicos para A y B?
Ambos cumplieron los objetivos del curso con buenas notas. Pero el siguiente algo empezó a diferenciarles. A, gracias a la inversión de tiempo de sus padres durante el cierre escolar, tenía bien asentadas todas las competencias que supuestamente tenía que haber adquirido antes de ingresar en la ESO. B, que no pudo contar con el apoyo académico de sus padres, tenía lagunas. Poco a poco sus notas se irán distanciando y la diferencia al terminar la ESO será más que sensible, a pesar de que una vez acabado el bachillerato, A podrá acceder a los estudios que deseaba en la Universidad que quería. B tuvo que conformarse con su tercera opción.
Al terminar su grado A consigue encontrar un trabajo rápidamente. B deambula de forma de forma continuada de trabajo en trabajo temporal. A tiene lo que los profesores de Harvard y Columbia, Rodrik y Sabel, llaman «los buenos trabajos», aquellos que permitirían a cualquier trabajador mantener una familia de forma desahogada y participar en la sociedad de forma satisfactoria. B es parte de la «gig economy», o economía del freelance o de las chapuzas, donde los trabajadores no tienen estabilidad laboral y se mueven de un empleo de baja o media cualificación a otro similar.
Este micro relato parece un cuento de ciencia ficción, pero más bien es un cuento realista de terror. Las diferencias entre aquellos estudiantes que han podido mantener su nivel de competencias durante la pandemia mientras que los colegios estaban cerrados han podido marcar diferencias en sus habilidades académicas superiores a un 10%. Si estas se acumulan a toda la vida, el efecto real sobre la desigualdad futura puede ser demoledor. Porque aunque la relación entre renta y formación educativa es inequívoca, el impacto real está más vinculado al nivel educativo de los progenitores, según la literatura científica sobre todo al de la madre, y al esfuerzo invertido en la formación de su prole.
Estamos ante una nueva forma de desigualdad.
El elitismo formativo refuerza la ya existente dualidad laboral y la perpetúa. Mientras que los empleados públicos y los que tienen un empleo estable y un contrato indefinido -es decir, buenos trabajos-, miran con cierto optimismo el futuro, el resto se ha descolgado del círculo virtuoso del empleo con una legislación que no les favorece y con unas competencias que no son las que el sector productivo demanda. El futuro no promete ser mejor. El impacto de la robotización en la ocupación del sector industrial español hará que las cualificaciones sean determinantes para el empleo en una economía cada vez más digitalizada. Sólo aquellos que tengan las competencias necesarias tendrán un «buen trabajo», es decir, formarán parte activa de una menguante clase media, podrán realizarse laboralmente y contribuir al bienestar de la sociedad.
Pero no perdamos de vista a A y a B. ¿Hay algo que podamos hacer para evitar la desigualdad? Sí, apoyar a B para que no se descuelgue. ¿Cómo? La pandemia está siendo un campo fértil para el análisis de distintas actuaciones formativas. Y en mi opinión hay un vencedor; las tutorías. Los estudios realizados por la Education Endowment Foundation del Reino Unido confirman que una tutoría en grupos pequeños de treinta minutos al día durante un trimestre produce un progreso adicional de cuatro meses en la escuela. Dicho de otra forma, compensaría la pérdida que ha tenido B por el cierre de su colegio. Para que los efectos sean más relevantes y el impacto de los programas más eficiente, distintos estudios señalan que las realizadas por docentes y profesionales son más efectivas que aquellas impartidas por voluntarios y padres. También es recomendable formar a los tutores sobre las mejores prácticas, un apoyo continuo, y coordinar los esfuerzos entre los docentes y tutores.
La desigualdad educativa va a ser la principal fuente de inequidad en los países desarrollados. Y tiene solución. Esta solución no pasa por facilitar que los estudiantes tengan un título, aunque no tengan competencias, sino por conseguir que todos, independientemente de su origen, las puedan conseguir. Es más caro, pero a largo plazo más rentable.