La imagen de Alfredo Landa conduciendo un seiscientos cargado con los enseres del verano, la abuela y demasiados niños inquietos ha quedado grabada en nuestro imaginario. Ahora viajamos por mejores carreteras en coches más amplios, confortables y seguros. Pero, en esencia, la forma en que entendemos la movilidad no ha cambiado desde los años 60. Ante la llegada de un periodo vacacional llenamos el maletero y nos preparamos para afrontar el atasco con la mayor entereza posible. Vivimos en la ciudad o en su extrarradio y todos los días nos concienciamos para amortiguar el impacto que supone para nuestro bienestar desplazarnos hasta el puesto de trabajo.
Sólo los trenes de alta velocidad han aportado frescura a este modelo, acercando a ciudades afortunadas desde unos andenes diferentes, copados por un nuevo tipo de viajeros. Son gente de negocios dispuesta a recorrer media España para asistir a una reunión y volver en el mismo día y turistas que toman el aperitivo en Triana y cenan en el Puerto Olímpico de Barcelona. Los acompañan otros viajeros más intrépidos que ofrecen las primeras pistas sobre cómo los nuevos medios de transporte trastocarán la sociedad. Me refiero a teletrabajadores que fijan su residencia en alguna de estas poblaciones bendecidas y sólo se desplazan a las grandes urbes cuando su presencia se muestra imprescindible.
La velocidad vertiginosa de Hyperloop nos permitiría fijar nuestra residencia en Málaga y trasladarnos a Madrid en poco más de media hora; lo mismo que tardo en recorrer los 12 kilómetros que me separan de la oficina.
Una mayor concienciación ambiental, los nuevos vehículos eléctricos, el pago por uso, la llegada de la pandemia y un teletrabajo que ha venido para quedarse ha trastocado la movilidad dentro de la ciudad. Cambios que, junto con los nuevos medios de transporte interurbano, alterarán definitivamente nuestro estilo de vida.
Uno de ellos es Hyperloop, un tren que levita dentro de un tubo en el que se ha hecho un vacío casi absoluto. La ausencia de resistencia le permite acelerar impulsado por motores eléctricos hasta rozar la barrera del sonido (1248 km/h). Esta velocidad vertiginosa nos permitiría fijar nuestra residencia en Málaga y trasladarnos a Madrid en poco más de media hora; lo mismo que tardo en recorrer los 12 kilómetros que me separan de la oficina.
Al igual que ocurrió con el AVE en los años 90, nos encontramos en un lugar privilegiado para liderar este mercado. En 2015, unos estudiantes de la Universidad Politécnica de Valencia afrontaron un reto lanzado por Elon Musk (el visionario que está detrás de PayPal o los Tesla) para impulsar el desarrollo de Hyperloop. Respondieron proponiendo dos diseños innovadores: trasladar el sistema de levitación del tren a la parte superior del tubo y utilizar un compresor para impulsar la cabina. Para sorpresa de todos, ambas fueron galardonadas.
Un año después me encontraba en Valencia con Vicente Dolz, el profesor que supo reconocer el talento de estos chicos, viendo cómo podríamos apoyarles desde el sector privado. Este apoyo y sucesivos reconocimientos internacionales los llevaron a crear Zeleros, una startup que compite en igualdad de condiciones con el puñado de empresas que harán realidad el sueño concebido por Alfred Ely Beach allá por 1870. Entre ellas dos de Elon Musk (Space X y The Boring Company), Hyperloop One de Virgin o Hyperloop Transportation Technologies. La inminente llegada de los fondos de reconstrucción europeos ofrece una oportunidad única para dar el siguiente paso. Esperemos que sepamos aprovecharla.
Hyperloop no es la única innovación en el transporte interurbano. Elevando la vista al cielo, encontramos diversas empresas diseñando los hermanos mayores de los drones: los aerotaxis, ingenios voladores apoyados en el mismo concepto, pero capaces de transportar personas. Las empresas aeronáuticas (Airbus, Boeing) se encuentran entre ellas, pero también participan en la carrera otras como Uber o Porsche y docenas de startups como Blade (patrocinada por Larry Page, fundador de Google), Volocopter o Lilium. A pesar de ello, tardaremos en ver el cielo de las ciudades invadido por coches voladores. Los modelos actuales sólo cubrirán rutas de alto interés comercial para conectar, por ejemplo, aeropuertos con ciudades o las islas con el continente.
Volviendo a la tierra, encontramos unas ciudades acosadas por la polución y las congestiones. La certeza del cambio climático y la convivencia con una boina insana está provocando cambios en el urbanismo y en los hábitos de sus estresados habitantes. Ampliar las líneas de metro o los anillos de circunvalación no es suficiente para satisfacer a un urbanita ansioso por disfrutar de su libertad individual en ciudades más amigables y respetuosas con el medio ambiente.
Afortunadamente, las baterías eléctricas y las plataformas de movilidad en la nube han hecho aflorar una nueva movilidad intraurbana apoyada en bicicletas, patinetes, monociclos, scooters y coches eléctricos que podemos alquilar durante unas horas con solo pulsar un botón en el móvil. Estos nuevos medios de transporte permiten no sólo concebir unas ciudades verdes dominadas por los peatones sino también legislar para hacerlas realidad. Basta considerar la normativa que obligará a establecer Zonas de Bajas Emisiones en los 148 municipios españoles con más de 50.000 habitantes.
Este fenómeno no es una mera extensión del modelo actual, está provocando cambios más sustanciales. El incontenible deseo por sacarse el carné de conducir y disponer de vehículo propio ha desaparecido en los adolescentes, incapaces de apreciar la contribución de los caballos de motor al estatus de una persona. Sin embargo, no las tienen todas consigo. Hasta la llegada de Hyperloop o los aerotaxis, aún deben optar por fijar su residencia en una localización razonablemente cercana o perder una buena parte de la existencia desplazándose hasta su puesto de trabajo.
Existe otro “medio de transporte” capaz de facilitar esta decisión vital, una propuesta tan diferencial que parece ciencia ficción. Sin embargo, será una realidad antes de que acabe la década. El primer paso lo ha dado la Realidad Virtual al trasladarnos instantáneamente a mundos generados por ordenador para compartir experiencias con otras personas. En los próximos años la resolución de las gafas aumentará tanto que no seremos capaces de distinguir estas imágenes de la realidad. Mantendremos así reuniones en espacios hiperrealistas en donde un avatar imitará todos nuestros movimientos en tiempo real gracias al gran ancho de banda y baja latencia de las redes 5G y sucesoras (la investigación en 6G ya ha comenzado).
La Tele-Existencia amplía este concepto al sumergimos en el interior de un robot humanoide. Éste se convierte en una extensión del cuerpo, respondiendo a nuestros movimientos mientras vemos, oímos, sentimos y hasta olemos lo mismo que él percibe. Ya existen guantes que nos ofrecen sensaciones táctiles como el último prototipo de HaptX, capaz de controlar dos manos robóticas dotadas de sensores que transmiten la presión a cien puntos sensibles al tacto de los guantes. Consigue así hacernos sentir como propias unas manos cibernéticas operando a cientos de kilómetros de distancia.
Aunque a algunos nos encanta el bullicio de la ciudad, todos nos hemos planteado alejarnos de él en algún momento de la vida: aire limpio, comida saludable, vecinos amigables, la naturaleza a dos pasos. Sin embargo, aún seguimos anclados a la ciudad, obligados a desplazarnos con demasiada frecuencia a la oficina. Los nuevos medios de transporte interurbano cambiarán este escenario al acortar las distancias y hacernos dudar si un tren viajando de Madrid a Cádiz es un cercanías. Nos permiten imaginar un futuro cercano en donde una sociedad distribuida por toda la geografía se desplaza bajo tierra dentro de tubos al vacío, vuela en aerotaxis o se teletransporta hacia centros de trabajo ubicados en el centro de unas grandes ciudades dominadas por los peatones y el transporte limpio. Un nuevo paradigma que dejará obsoletos los vehículos privados y el concepto de la segunda vivienda y ofrecerá una nueva oportunidad a la España vaciada, regalándonos el tesoro más preciado: la libertad para elegir dónde y cómo queremos que transcurran nuestros días.
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