Música, piratería y otros trastos

Por: <br><strong>Ricardo Mateos</strong>

Por:
Ricardo Mateos

Parece -o la piratería trata por todos los medios de que parezca- que mezclar arte, música y cultura con términos como dinero, economía, inversión o retorno de la inversión es algo nocivo, algo sucio. Pero es falso.
Por: <br><strong>Ricardo Mateos</strong>

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Ricardo Mateos

Para entrar en ambiente os dejo con una grabación de mi sello discográfico, Mostaza Music, de la que estoy orgulloso y de cuya realización disfruté como hacía años: un disco de funk con muchos músicos y artistas enredados en el proyecto. 

Spotify – ZERO

Me he dedicado profesionalmente a la música durante muchos años. Mi padre, gran músico y pianista, lo hizo antes que yo, incluso más allá de su jubilación. Recuerdo acompañarle de niño a multitud de sesiones de grabación con diversos artistas y disfrutar, no solo de la música, sino también con aquella magia que se producía -y afortunadamente aún se produce- en los estudios de grabación. En ellos, el mero hecho de reunir a un número n de músicos y artistas aseguraba poder guardar un poquito de su maestría en soportes, que han ido obviamente evolucionando en el tiempo, y que nos permiten disfrutar de ese talento en cualquier lugar del mundo.

Sin embargo, lo que no recuerdo -ni si siquiera en esa época ya lejana de grabaciones- es que la música no viviera, ni por un instante, en compañía de este fenómeno tan nuestro, tan humano, como es la piratería. Desde las cintas grabadas en los conciertos -que en España podíamos encontrar en el Rastro de Madrid los domingos por la mañana- hasta los actuales modelos de «ripeo» de plataformas como YouTube, los piratas han ido creando verdaderos quebraderos de cabeza a aquellos que apuestan por la música como una forma interesante de inversión. La piratería ha acompañado al devenir de la música de los últimos decenios tanto como los avances tecnológicos o los cambios de consumo, influyendo decisivamente en ellos.

Parece -o la piratería trata por todos los medios de que parezca- que mezclar arte, música y cultura con términos como dinero, economía, inversión o retorno de la inversión es algo nocivo, algo sucio. Pero es falso. No solo deben ir de la mano, sino que no dispondríamos de arte, música y cultura en general si, de alguna manera, estas no significarán también una fuente de ingresos. Esto es lo que permite que, tanto los artistas y creadores como las empresas, puedan vivir de ello y seguir produciendo. No digo que todo deba ser mirado desde un ángulo comercial, pero sí que toda muestra de arte para que pueda desarrollarse y seguir creciendo debe ser económicamente sostenible. Con este pensamiento trataré de desmontar dos grandes mitos de la piratería.

Mito 1.- La difusión libre de cultura.

En nuestro caso, de la música. La piratería de la música no trata de rescatar viejas grabaciones, digitalizar y clasificar grandes catálogos de música olvidados en registros desconocidos para el público general. No trata tampoco de promocionar e impulsar creadores y artistas noveles e invertir en carreras prometedoras, aunque haya ilustres excepciones. Todo lo contrario. La piratería persigue la puesta a disposición del público -usuarios que navegan por sus páginas o acceden a sus servicios- de los últimos grandes éxitos, especialmente aquellos que acaban de publicarse. Es más, si pudiera ser una copia filtrada antes de la fecha oficial de lanzamiento y adquirida en ciertos mercados negros, mejor. Las filtraciones les van a proporcionar más usuarios y, por ende, un mayor beneficio económico.

Este último apunte monetario sirve de enlace con el segundo gran mito.

La piratería digital naciente provocó no solo un daño económico directo sino también un importante daño de largo alcance: eliminó de la mentalidad del consumidor la idea de base de que la música cuesta dinero. Acostumbró a millones de personas en el mundo a consumir música sin tener que pagar por ella, absolutamente nada.

Mito 2. No, la piratería no es altruista.

De hecho, es un gran y próspero negocio. Una persona, o un grupo de personas, que crea una página web de descargas ilegales de música tiene en mente desde su concepción adquirir un dominio, programar la página en sí y mantenerla activa, posicionarla mediante contenidos atractivos y gastando dinero en SEO/SEM, contratar servidores o, incluso, retener cierta cantidad de dinero para atender asuntos legales con los que tengan que lidiar en el futuro. En realidad, el único gasto que no van a tener es el de la adquisición de licencias de explotación de la música que comunicarán públicamente. En este caso la pregunta que cabe hacerse es: ¿por qué alguien se va a meter en estos gastos y, además, se va a exponer a consecuencias legales? Pues la respuesta es bastante simple: «show me the money».

Este ánimo de lucro que se deriva de la puesta a disposición de contenidos musicales sin autorización y a espaldas de los legítimos dueños, tiene muchas variantes y ha ido evolucionando de la mano de la propia piratería en sí. Pasamos de la venta ilegal de copias piratas en las calles o en mercados, fenómeno conocido en este país como el «top manta», hasta sistemas más modernos como la publicidad digital. Para entender el orden de magnitud, la Digital Citizens Alliance determinó en un informe reciente -tan solo analizando una parte del ecosistema pirata- que la cifra anual por este formato de lucro estaría en torno a 1,34 billones de dólares al año. Apenas una parte del total.

La publicidad digital es quizás uno de los sistemas actuales más prolíficos de los que disponen los piratas para su actividad económica, pero no el único. Entre otros formatos encontramos: la estafa o scam, mediante la suscripción no requerida por el usuario a ciertos servicios de pago; la minería de datos, que consiste en poner a trabajar al ordenador del incauto usuario al servicio de terceros que lo explotan para realizar computación remota; la venta de datos de usuarios; o, incluso, la distribución de malware, actividad que también reporta pingües beneficios y que pone de manifiesto la poca o nula preocupación de los gestores de la piratería por la seguridad de sus usuarios.

Para hablar de la evolución tecnológica de la piratería de la música necesitaríamos algo más extenso que este artículo, por lo que me centraré en un momento de la historia que se convirtió en punto de inflexión y puesta a punto de la mayor debacle producida por la piratería en el mundo de la música, debido curiosamente a una «debilidad» humana. En concreto, en el funcionamiento del sentido del oído. El ser humano no destaca en el reino animal por su fino oído. Se nos dan bien otras cosas, pero quedamos fuera de la competición con respecto a otros animales en la capacidad de escuchar ultrasonidos -aquellos que quedan por encima del espectro audible-; en ser sensibles a infrasonidos -los que se producen por debajo del especto audible y muy útiles para percibir terremotos, por ejemplo-; e, incluso, en la habilidad para escuchar sonidos de muy baja intensidad. Y no solo esto -que me perdonen los especialistas en psicoacústica pero he de simplificar- sino que todas aquellas bandas de frecuencia que tienen una intensidad menor que otras por debajo de un cierto umbral de enmascaramiento, son totalmente descartables para el oído humano. Esto implica poder comprimir mucho la información cuando el oyente va a ser alguien como tú o como yo. Este concepto permitió el desarrollo de un sistema de compresión revolucionario que hizo tambalear las bases de la industria musical: nació el mp3.

Además, este sistema de compresión apareció en un momento en el que mover el dato en internet ni era tan rápido ni tan poco costoso como lo es ahora. Para completar la foto se sumaron dos elementos más. Uno, el nacimiento de la mano de Steve Jobs del iPod, un dispositivo capaz de almacenar canciones suficientes para una vida -gracias a la compresión de la información-, y dos, aparecía Napster, un sistema que permitía compartir colecciones de mp3 entre sus usuarios, que registraría 80 millones de seguidores y que pasaría por ser el primer gran caso jurídico de la lucha de la industria de la música contra la piratería. En cuestión de pocos años, de finales de los noventa a principios de este milenio, mezclamos en una coctelera Napster, p2p, mp3, internet, iPod y una industria que no supo anticipar ni reaccionar. 

La piratería digital naciente provocó no solo un daño económico directo sino también un importante daño de largo alcance: eliminó de la mentalidad del consumidor la idea de base de que la música cuesta dinero. Acostumbró a millones de personas en el mundo a consumir música sin tener que pagar por ella, absolutamente nada. Este impacto no comenzó a revertirse hasta la eclosión de la distribución en streaming de la música -con Spotify como icono-.

Aunque la venta física no ha parado de perder volumen de negocio desde el año 2000, no es hasta el 2014 cuando la industria consiguió estabilizar, ayudada por la distribución digital, muchos años de pérdidas. Sin embargo, y a pesar de que la distribución digital de la música ha conseguido recuperar a un sector que caía en picado, las cifras de negocio total -20,2 billones de dólares en 2019- siguen estando lejos de las obtenidas en los últimos años del pasado milenio (Datos de negocio de la International Federation of the Phonographic Industry IFPI).

En cualquier caso, y por tratar de ponerle un broche positivo a estos pensamientos, estoy convencido de que jamás van a desaparecer los libros, la pintura, la escultura u otra forma de comunicación artística y, mucho menos, la música. La piratería seguirá evolucionando, mutando, sofisticándose y haciéndose, quizá, cada vez más tecnológica, pero igualmente seguiremos desarrollando sistemas para combatirla, en una lucha que no debemos frenar, para conseguir que la música perdure. Por siempre.