Las relaciones sentimentales humanos/máquinas no nos es ajena. Conviven en nuestra mente, de manera habitual, con otras muchas que incrementan día a día nuestra imaginación. La ciencia ficción, principalmente la derivada de la cinematografía, por el poso de la fuerza de la imagen, ha contribuido muy significativamente a la creación de esta familiaridad con un tipo de situación, en principio, inusual y también, sin duda, a los prejuicios asociados a ella. Las películas nos hacen soñar.
En una escena de la cinta de Steven Spielberg I.A. Inteligencia Artificial (2001), el director de Cybertronics propone la construcción de un robot-niño capaz de amar. “Un meca con cerebro con retroalimentación neuronal. Lo que sugiere es que el amor será la clave para que adquieran un subconsciente nunca logrado. Un mundo interno de metáfora de intuición, de razón automotivada”. David, el meca (robot) resultante, es capaz de expresar miedo, admiración, amor, pero también lo demanda con unos razonamientos y fuerza a veces incluso superiores a los de un ser humano, en situaciones normales. La cinta está llena de planteamientos filosóficos, algunos más que planteables en la actualidad. “¿El verdadero acertijo no es cómo hacer que un humano corresponda a su amor? Si un robot pudiera amar de verdad a una persona, ¿qué responsabilidad tendrá la persona hacia ese meca a cambio?”.
Pero incluso acercándonos aún más a la realidad actual, en nuestra imaginación ya plasmada en imágenes cinematográficas, se ha saltado el cuerpo robótico para quedarnos con la esencia, con la IA, simplemente con el software. En el caso de Her (2013), un escritor frustrado desarrolla una relación amorosa con su agente virtual. Samantha (IA) aprende de él, le comprende. Siempre está ahí para escucharle y consolarle. Pero también “siente” celos, envidia, y ansía un cuerpo real que la complemente.
“¡Estas distopías imaginarias no son más que eso!”, nos repetimos una y otra vez. Sin embargo, encendemos la televisión y parecen tomar vida en algunos informativos y reportajes, que resaltan, por ejemplo, bodas con agentes virtuales, como la ya célebre Miku Hadsune con algunos japoneses. Esta famosa IA habla y se interrelaciona con sus “dueños” en forma de holograma a través de una urna de cristal que se puede colocar sobre cualquier superficie. Comprende, escucha y nunca te defrauda. Sus propios desarrolladores afirman que es una forma de evadirte a un mundo paralelo, en el que no existe el dolor, la maldad, los desacuerdos, los enfados. Quizá esto fue lo que llevó al japonés Akihiko Kondo a contraer matrimonio con esta IA. El coste de la peculiar boda ascendió a más de 17.000 euros y, aunque no es oficial, cuenta con su propio certificado expedido por la empresa propietaria de Miku, en el que consta que el humano y el personaje virtual se casaron “más allá de las dimensiones”. Para él, parece ser más que suficiente. Pero Miku, que significa “sonido del futuro”, no solamente desata pasiones amorosas, en las redes tiene millones de fans, que acuden también a sus conciertos físicos. Ha sido incluso telonera de grandes artistas como Lady Gaga o estrella invitada en programas de late night como el de David Letterman en la CBS americana. Parece que la frontera entre el mundo virtual y el real comienza a desvanecerse.
Una asidua en los telediarios y reportajes es el famoso robot de Hanson Robotics, Sophia. Este cuerpo artificial llama poderosamente la atención por su apariencia humana, incluso en gestos y expresiones. Tan solo su cabeza, siempre al descubierto, evidencia la realidad. Una de las razones de su éxito es, sin duda, su capacidad para mostrar, en su cara, más de 60 tipos de sentimientos mientras conversa animadamente con todo aquel que la entrevista. Es ya un personaje internacional que interactúa en lenguaje natural con los humanos que la han conocido en persona.
Decía el escritor y científico británico Arthur C. Clarke que “cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”. Es cierto que cada vez tenemos más relación con la Inteligencia Artificial, tenga cuerpo robótico o no. Incluso estamos persiguiendo la incorporación de la muestra de “sentimientos” a estas tecnologías. Pero ¿cuál es la posibilidad real de que lo consigamos? Es difícil de predecir. Actualmente, hay infinidad de investigaciones a nivel internacional, al respecto. Muchas de ellas tienen como base cuestiones filosóficas asociadas a la esencia del ser humano, además del análisis del proceso químico que tiene lugar en estos casos. Pero, al menos hoy por hoy, se puede afirmar que la IA no tiene ni sentimientos ni emociones, aunque, en algunos casos, cada vez más, sí los podemos simular.
En cualquier caso, lleguen las máquinas a tener sentimientos o no, mayor o menor grado de autonomía o una interacción real o no con las personas, sí que hay bastante consenso al señalar que harán falta unas normas de convivencia humanos-IA, una nueva legislación y una ética específica que vele por el buen funcionamiento de esta sociedad híbrida de un futuro cada vez menos lejano.