Todo comenzó cuando el cacharro de los Lumière se puso en marcha, curiosamente el día de los Inocentes de 1895, como una inocentada más. Aquellas primitivas imágenes, tan veloces, fueron el final de la pintura impresionista. Poco después, David Griffith filmó El nacimiento de una nación, y además de ofrecernos la primera gramática del cine, nos regaló un nuevo arte que los sociólogos de la época bautizaron como “el séptimo arte”. Muy pronto se descubrió que aquellas imágenes precipitadas eran todavía algo más importante: una religión inesperada.
En un par de décadas, las películas atrajeron a millones de adictos de todas las razas y países. La nueva Meca se levantó en Hollywood, otro Estado (también mental) independiente. Al poco tiempo, el santoral de la religión del cine se multiplicó con estrellas que primero no oíamos lo que decían, pero que luego no dejaron de hablarnos: Greta Garbo, Charlot, Clark Gable… Y más adelante, también serían santificados los directores.
¿Dónde se reunían los feligreses?
En seguida pudieron acudir a unas catedrales que compitieron en grandiosidad con las de Chartes o Milán, como el Radio City neoyorkino, el Pantages de Los Ángeles o el Palacio de la Música de Madrid. Hubo fieles que prefirieron las catacumbas, es decir, los cineclubs. En cambio, muchos devotos preferían ir a misa a diario –después serían bautizados como cinéfilos–, en sesiones de tarde y noche; otros, menos piadosos, iban a sentarse ante la pantalla sólo una vez a la semana, generalmente los domingos.
Todo bien. Cada vez se inauguraban más capillas, conventos y catedrales cinematográficas. Edificios que animaban las ciudades al anochecer cuando encendían sus neones rosados anunciando programas con distintos cultos. Los más impactantes eran los locales de estreno, al principio barrocos, art déco, aunque rápidamente se modernizaron, copiando los diseños de Sullivan y la Bauhaus. Hasta la más pequeña ermita tenía un buen patio de butacas, y, al fondo, en lugar de altar, estaba la pantalla de tela, la sábana Santa.
Las catedrales del Séptimo Arte eran imponentes. Sus vestíbulos recordaban los patios de operaciones de los Bancos: suelos de mármol, las mejores maderas, lámparas deslumbrantes, mullidas alfombras, y, la mayoría, bar en el entresuelo; en fin, lujo asiático. (Aún no había desaparecido del todo la fascinación por lo oriental del siglo XIX.)
Tras la II Guerra Mundial, apareció otra pantalla, más pequeña, esta vez de cristal, que daría paso a la religión catódica, una creencia muy casera. Los salones con el tresillo de “escay” se transformaron en oratorios. La religión televisiva, poco a poco, arrinconó a la del cine. Se multiplicaron los millones que seguían sus oficios y homilías en arresto domiciliario, al tiempo que, cada vez, asistían menos filmgoers a los templos. Sin embargo, ambos dogmas convivieron en paz. Los Santos del cine y los de la tele eran intercambiables.
El problema surgió antes del cambio de milenio. Concretamente, en los noventa llegó la buena Nueva, anunciada desde los púlpitos de Silicon Valley por los profetas del Cambio Digital. Nacía la tercera pantalla, más pequeña todavía, y, con ella, la religión táctil. (Exactamente, su conformación es “gorilla glass”, según me informa mi amigo Chema Alonso, que hace años vive en el Futuro.) Estamos ya ante miles de millones de seguidores, cinco mil, seis mil, quizás más. Tantos, que judaísmo, cristianismo, islamismo, budismo…, han sufrido el contratiempo de constatar que muchísimos de sus socios y abonados se han ido dando de baja.
La buena noticia es que no se ha producido la temida Guerra de las Pantallas, como aseguraban los comunicólogos de cercanías. Y es que a los aristarcos, se les pasó por alto que la pantalla de tela, la de cristal y la táctil, compartían algo tan elemental como las miradas. Lo estamos viendo. No hay más que echar un vistazo.
En los sesenta del siglo XX –la llamada década prodigiosa–, Marcuse (un filósofo enemigo de las pantallas, nunca le gustaron, lo mismo que a sus colegas de la Escuela de Fráncfort); don Herbert, digo, alumbró en California el hombre unidimensional. Lo cierto es que no supimos verlo entonces, pero la unidimensionalidad (nada que ver con las 3 Dimensiones del cine en relieve de los 50s, que había que mirarlo con unas gafitas de cartón), fue el antecedente del hombre unireligioso, pues la iglesia, su iglesia, era ya él mismo. Ese nuevo creyente, viva donde viva, en cualquiera de los cinco continentes, sea de la raza que sea, simpatice con sinagogas, mezquitas, parroquias, santuarios, pagodas…, sabe que su teléfono, tablet, portátil, incluso reloj, le permite estar en contacto directo con su Fe a todas horas.
Por fin, hemos tenido la confirmación de que Dios está en todas partes: en casa, en el Metro, en el Audi, en la calle, en el Ave, en el trabajo, en el Wanda Metropolitano, en el gimnasio, montando en bicicleta, corriendo por los parques…, siempre tenemos a Dios a nuestro lado, a un leve deslizamiento de la yema de nuestros dedos.