Necesitamos comer para sobrevivir. Esta obviedad es el detonante neurológico de todo lo incontrolable, culpable y contraproducente de nuestra relación con la comida. Porque a nuestro cerebro aún no le ha llegado el informe de que desde hace algo menos de 100 años que algo sea digerible no significa que sea ni inocuo ni saludable.
Nuestro cerebro nos avisa de las situaciones que son peligrosas para nuestra supervivencia con el miedo, y de las que son provechosas, con el placer.
Y es que antes de que empezáramos a ultraprocesar los alimentos, todo lo que estaba rico era productivo y bueno para nuestra salud. Antes de que empezáramos a crear en laboratorios ingredientes químicos digeribles, y antes de que descompusiéramos la comida arrancándole nutrientes y fibra, sólo era dulce la fruta. Y el sabor dulce era la forma que tenía la naturaleza de avisar de que habían alcanzado su máxima concentración de nutrientes. Nos da placer el sabor de la grasa porque sin neveras ni supermercados su densidad calórica era imprescindible para recargarnos antes de volver a ir de caza.
Durante cientos de miles de años hemos comido cuando teníamos hambre lo que teníamos a mano, y por eso nuestro cerebro está programado para empujarnos a comer sin parar cuando tenemos algo dulce o grasiento delante.
Ha llegado el momento de tomar conciencia. Ha llegado el momento de tomar las riendas de nuestra realidad y de empezar a ser consecuentes con el impacto de nuestros actos.
Durante cientos de miles de años hemos comido lo que la naturaleza ha producido y cuando empezamos a pastorear y a plantar nuestros propios cultivos, nuestro impacto medioambiental era insignificante.
En los últimos cien años lo hemos cambiado todo y ni nuestra biología ni el planeta estaban preparados. Así estamos. Hoy, lo que comemos es la primera causa de enfermedad y muerte prematura y es la primera causa también del cambio climático.
Ha llegado el momento de tomar conciencia. Ha llegado el momento de tomar las riendas de nuestra realidad y de empezar a ser consecuentes con el impacto de nuestros actos.
Enfermar no es cuestión de mala suerte. Las sequías, las inundaciones y los temporales no son castigos divinos ante los que estemos impotentes.
En las estanterías de los supermercados se venden productos fabricados en laboratorios a partir de ingredientes cuya seguridad se valida de forma independiente después de que se lleven consumiendo años. En supermercados, hospitales, tiendas y restaurantes se venden productos con ingredientes prohibidos en otros países por la acumulación de evidencia científica de sus efectos cancerígenos o tóxicos. Nuestras asociaciones médicas ponen su sello a productos que incumplen las recomendaciones básicas de la Organización Mundial de la Salud, y a cambio de financiar la investigación podemos encontrar estudios “científicos” que demuestran lo indemostrable y que se vocean en los medios creando confusión.
Estas incongruencias son la herencia de cuando la única información fiable a la que teníamos acceso como consumidores y consumidoras era lo que la propia industria nos contaba en la tele. Ahora tenemos acceso a la evidencia científica. Ahora tenemos a un clic a expertas y expertos que divulgan de forma incansable y sin miedo el porqué de la mayor parte de las enfermedades y el porqué del calentamiento global.
Esa misma tecnología con la que hemos transformado el mundo en los últimos cien años es la que nos empodera para tomar ahora mejores decisiones.
Tenemos a mano la evidencia científica del impacto de lo que comemos en nuestro cuerpo y en el planeta. La vieja guardia contraataca con fuerza, intentando mantener el status quo a golpe de lobby pero poco se puede hacer cuando las personas despiertan.
Es una revolución imparable. Es la revolución de las preguntas. ¿Qué ingredientes lleva? ¿En qué condiciones vivió el animal que me estoy comiendo? ¿Qué impacto medioambiental tiene esto? ¿Qué impacto va a tener en mi salud y en la de mi familia comerlo?
Cada año se retiran más ingredientes tóxicos de los productos que comemos. Cada vez más personas reducen voluntariamente su consumo de productos animales por conciencia medioambiental, de salud y ética. Y la legislación va muy por detrás pero, poco a poco, cumpliendo.
Empoderados y empoderadas por la tecnología hemos iniciado un cambio de paradigma: Ahora, para vender más, no basta con ofrecer sabor a buen precio.
Y así, llegará el día en el que la salud será más rentable que la enfermedad y ese será el día en el que empezaremos a erradicar de forma efectiva los males que están destruyendo nuestro hábitat y que nos están robando a mano armada calidad y años de vida.