“Una de las peores cosas de envejecer es volverse irrelevante, volverse un anciano/a nostálgico/a que no pueda entender el mundo que le rodea ni contribuir demasiado al mismo” (Y.N. Harari en Homo Deus).
La cuarta revolución tecnológica en la que estamos inmersos, la revolución digital, conlleva como todas las revoluciones, la aparición de ganadores y de perdedores. Y, entre éstos, se viene señalando a los adultos mayores, que han nacido y transitado la mayor parte de sus vidas en un mundo de manualidades o, a lo sumo, analógico, y a los que ahora se les considera como incapaces de manejarse con las nuevas herramientas digitales que van colonizando todos los ámbitos de la vida, de las relaciones sociales y de las económicas.
Ciertamente, asistimos en las sociedades desarrolladas al renacimiento de una suerte de “analfabetismo”, en este caso digital, porque sus efectos recuerdan a los que sufrían los menos favorecidos hace un siglo por su falta de capacidad lectora o numérica.
La buena noticia es que en nuestras actuales sociedades democráticas ha arraigado una cultura de atención y ayuda a las capas de población más vulnerables, que se complementa con la disponibilidad de recursos en las instituciones públicas y privadas para desarrollar programas que combatan las causas más flagrantes de exclusión social.
Ahí están, por ejemplo, la alta repercusión de las campañas que llaman a no estigmatizar a las personas “no digitalizadas” y las iniciativas, a menudo privadas, encaminadas precisamente a formar a las mismas en el uso de las nuevas herramientas; o la apelación de los poderes públicos al sector financiero en nuestro país para adaptar sus servicios y evitar la discriminación de esas personas.
Apelación que, hay que decirlo, no siempre se corresponde con el modus operandi de las propias administraciones públicas que, bien por falta de recursos o bien por impericia en el desarrollo de sus aplicaciones, convierten la relación con los ciudadanos a los que teóricamente deben servir en una fuente de dolores de cabeza.
Conviene aclarar, no obstante, que esa situación de debilidad ante el mundo digital no es generalizable al conjunto de lo que podemos considerar la “generación sénior”. En el Centro de Investigación Ageingnomics de Fundación Mapfre (ageingnomics, fundacionmapfre.org), alineados con otras instituciones públicas y privadas, solemos delimitar dicha generación, con flexibilidad, a partir de la edad de 55 años.
De forma que en el seno de esta cabrían diversas categorías de ciudadanos: la de aquellos séniores plenamente integrados en la actividad productiva, los que mantienen sólo una vinculación parcial con el mundo del trabajo, quienes han dado por terminada completamente su vida activa, pero están en plenitud de condiciones físicas y mentales y, por último, las personas que por razones de edad o enfermedad tienen limitaciones que hacen necesaria la ayuda de terceras personas.
Y lo que hemos podido comprobar a través de sucesivos análisis desarrollados en los últimos años es que la situación de, al menos, los tres primeros grupos en relación con el mundo digital no se corresponde con el estereotipo que los señala como inadaptados para la nueva sociedad que está surgiendo.
El III Barómetro del Consumidor Sénior (BSC), publicado en 2022 por el C.I. Ageingnomics y realizado con la colaboración de Google (sobre la base de datos ofrecidos por Comscore), ofrece una imagen bien distinta partiendo del siguiente dato: en 2022: 11 millones de personas mayores de 55 años estaban conectadas a internet, mayoritariamente a través de teléfono móvil; esa cifra representa el 70% de esa franja de edad en nuestro país, suponiendo cerca del doble del número de usuarios de la red que existía en ese colectivo en 2017.
Entre 2021 y 2022 en nuestro país se incorporó un millón más de séniores a internet, cifra que seguirá creciendo, contribuyendo la incorporación de nuevas cohortes a la generación sénior a reducir la brecha digital.
¿Para qué utilizan internet los usuarios séniores? Según el III BSC, dentro del colectivo, 10,8 millones acceden a Youtube, 10 millones usan WhatshApp, 9,8 millones Facebook, 9 Gmail, 8,2 Google Maps, 7,6 acceden a Amazon, 4,6 m a Wikipedia… Adicionalmente, podemos decir que se trata de un colectivo informado: es alrededor de un 30% más probable encontrar a una persona al día de las últimas noticias de entretenimiento, política o de negocios entre los mayores de 55 años que en el resto de edades; porcentaje que sube al 87% si hablamos de noticias locales on line.
Y un dato especialmente relevante: 9,4 millones de séniores gestionan sus cuentas a través de la web de su banco, lo que debe ayudarnos a acotar mejor la dimensión del problema relativo al acceso a determinados servicios, públicos o privados, de carácter universal.
Confirman lo anterior los datos del II BCS, realizado en 2021 por Ageingnomics también con la colaboración de Google, sobre la realización de actividades on line según estrato de edad: el 76% de la franja 55-65 años realizan operaciones bancarias a través de internet, frente al 37% de los mayores de 66 años; El 57% de los 55-65 compran productos en la red, frente a un 30% en los mayores de 65; los porcentajes en publicaciones o consultas en redes sociales son, respectivamente, del 54 y el 24%; y, por último, los relativos a la realización de cursos o tutoriales, del 55 y el 20%.
Como conclusión, no cabe inferir una incompatibilidad generalizada de la generación sénior con las herramientas digitales, sin perjuicio de que, como es lógico, aquellas personas de más edad se encuentren con notables dificultades, bien por sus propias carencias formativas, o bien porque no han recibido suficiente atención y apoyo para ser incorporadas al mundo digital. Huyamos, por tanto, de estigmas generacionales y trabajemos por la inclusión de todos y la erradicación de la discriminación por edad.