«¡Pero Jana, nosotros no éramos así, nosotros teníamos interés por algo, ellos están todo el día enganchados!»
Esta frase me la dicen los padres de manera casi inevitable y recurrentemente. Nosotros no éramos así, no porque fuéramos mejores; con más fuerza de voluntad, motivación o intereses variados… no; sólo, porque no lo teníamos.
No teníamos instrumentos que hicieran que desaparecieran las distancias, que no hiciera falta esperar para obtener lo que quiero, que la elección cubriera todas las opciones… ¡no teníamos nada que, con esta magnitud y velocidad, pusiera el Mundo a nuestro alcance! ¡Ay si lo hubiéramos tenido!
Sólo un necio despreciaría semejante oportunidad… y ellos no son necios.
¿Cómo entonces puede el entorno competir con semejante poder? Quizás ese es el error: no se puede «competir», se puede, se debe, compensar, acompañar y compartir.
Compensar la balanza para que esté equilibrada.
Es una tarea compleja, porque el rival es fuerte, pero no más que la propuesta de un paseo en bici hablando con tu padre o un helado en el que te dejan elegir el número de bolas a solas con mamá…. Compensar es un buen profe contando con pasión la clase de historia o retando, con recursos suficientes, a inducir el principio de Arquímedes. Es poder contarle un problema a tu tío más joven que tus padres y que tu abuelo te enseñe y te cuente cómo regañaba a tu madre por hacer lo mismo que tú. Es, en definitiva, demostrarle que el entorno también puede entretenerle, hacerle sentir miembro de un grupo o compartir sus miedos de una manera, como mínimo, igual de eficaz, de directa y mucho, mucho más personal y emocional.
Pero claro, para eso necesitamos tiempo, no estar cansados. Necesitamos profesionalidad y formación en el caso de los profesores, necesitamos enseñarles a socializar, a escuchar, a recibir y dar, a valorar otras cosas porque pueden estar viendo en internet un viaje exótico, pero no han paseado por su pueblo enseñándoselo nosotros a través de nuestra vivencia. Leyendo un blog que da consejos, pero no han mirado hacia su madre. O jugando con alguien que está a miles de kilómetros teniendo a sus hermanos a su alrededor. Nosotros, implacables, queremos que esto les salga solo.
No nos planteamos que quizás hay que enseñárselo, con imaginación, paciencia y serenidad, no diciendo: «¡Apaga eso o estás castigado que llevas todo el día!».
Acompañar, porque tenemos que saber tanto como ellos, ir a su velocidad.
Primero para seguir siendo «capaces» a sus ojos y que cuenten con nosotros. Segundo, porque tenemos que tener el control, la supervisión, ajustada a la edad de cada uno, porque, no por ignorarlo dejamos de ser responsables de lo que hacen.
Y compartir, porque solo así podemos saber (y recuerdo que no se puede juzgar lo que no se conoce) qué sienten, cómo se vive esta nueva manera de vivir, y formar parte de su mundo para que no se alejen del nuestro.
Y, de cualquier modo, no debemos olvidar que, mientras nosotros les regañamos porque están «enganchados», lo hacemos teniendo el móvil en la mesa, o sin quitar la vista de la pantalla cuando se acercan y nos preguntan. E intercambiando chistes, noticias o cualquier otra cosa, por supuesto, muy importantes para nosotros -en la misma medida que las suyas lo son para ellos-, en una fiesta o comida familiar. Y automáticamente les surge la pregunta: entonces sólo es estar «todo el día enganchado», si lo hago yo, ¿no?.
Imaginémonos por un momento en una clase en la que el profesor está solucionando dudas de matemáticas y yo no tengo ninguna. Después explica un concepto de lengua que recuerdo del curso anterior y más tarde hacen ejercicios sobre un tema que, ni me interesa, ni me gusta. Mi cabeza sabe que, «dormido», esperándome, está esa ventana ilimitada que satisface mi curiosidad y mi necesidad, que me aporta conocimiento de la manera y sobre el tema que yo quiero, con la velocidad que necesito, ni más rápido ni más lento. Que reta de manera perfecta y continua mi cerebro aburrido. La elección es fácil; es obvia.
No hay duda: si queremos estar a la altura de nuestro «competidor», ya sea como padres, como maestros o como sociedad, tenemos que cambiar en nosotros el modo de ver y de hacer las cosas.
Lo primero sería la coherencia. Hacer un ejercicio personal de volver a los «buenos modales» y centrarnos en lo que está pasando delante de nosotros en ese momento, sin distracciones. Porque igual que no dejamos que ellos nos interrumpan cuando estamos «conectados», tampoco debemos dejar que la tecnología interfiera cuando estamos desconectados. Y es que, sin darnos cuenta, la hemos dado un poder que no la corresponde: el de decisión. En el punto en que es ella la que decide si nos suelta o no. El niño tiene un grito o una amenaza nuestra. ¿Y el adulto? El adulto debería gritarse a sí mismo.
Lo segundo sería una educación específica en tecnología, pero no en cómo funciona, sino en cómo se gestiona. Y esta educación debe ser como la que les damos para cruzar la calle. Con la misma comprensión que tenemos de que no tienen por qué saber lo peligroso de no mirar al cruzar, comprender que tampoco tienen porqué saber los riesgos de no controlar. Sin embargo, el grito o reproche va por delante de la enseñanza. Un error.
Al final, como casi todo, es un tema de equilibrio y respeto. La tecnología tiene su espacio, pero si dejamos que el tiempo destinado a socializar o incluso a estar a solas, sea ocupado por ella… entonces, sencillamente, somos igual de tontos que si nos negáramos a tenerla.
Lo que me pregunto es: ¿por qué sólo nos resulta impensable esto último?