Es cierto que el mundo de hoy se parece poco a aquel otro que despidiese al siglo XX. Y lo es, fundamentalmente, porque desde los albores del nuevo milenio hasta nuestros días hemos sido testigos de un alud de acontecimientos que, además de sobrecogernos, han minado nuestra fe en el futuro de manera notable. Es una obviedad que el horizonte que tenemos a la vista es hoy mucho más difuso e inmanejable de lo deseable.
El impacto del terrorismo internacional, la gran crisis de 2008, el brexit, la pandemia, el resurgimiento de abyectos movimientos ideológicos, el cambio climático o la despótica invasión rusa y sus múltiples e indeseables consecuencias, merman nuestras reservas de optimismo al tiempo que llenan el tanque de la resignación ante las proféticas fatalidades venideras.
En verdad, nadie debería sentirse mal por experimentar cierta sensación de vértigo y encogimiento; por criar dudas entre las ilusiones. No hay que olvidar que, al fin y al cabo, tal sintomatología es consecuencia de la heterogeneidad social, moral y política que acompaña al azaroso devenir humano desde el comienzo de los tiempos, y que, por feo que se haya mostrado el pasado, el futuro sigue sin escribirse.
Depende de nosotros hacer buen uso de la razón, reconducir el rumbo y encontrar mejores derroteros para nuestras erosionadas esperanzas. Lo importante es ser capaces de discernir entre causas y síntomas, aceptando que no todos los síntomas son hijos de una misma causa, ni todas las causas alumbran síntomas perceptibles. He ahí la dificultad.
Permítanme que les hable de una de esas causas, una de altísima prioridad —relegada al cajón por las urgencias de las dos últimas décadas— que comienza a quemarnos entre los dedos: la Explosión Demográfica. No es cosa de hoy. El Club de Roma nos alertó de ella a principios de los años ochenta y pocos contravinieron su análisis por entonces.
Era fácil aceptar que, antes o después, el planeta acabaría poniendo límites al crecimiento acelerado de la especie, y que la superpoblación nos abocaría al desastre medioambiental, la escasez de recursos y el aumento de la pobreza.
Por fortuna, el desarrollo científico, la tecnología y la paulatina reducción de las tasas de natalidad, han ido moderando la expansión humana. Pero mal haríamos en felicitarnos, pues la presión demográfica no ha hecho sino mudar de aspecto. Es posible que la especie logre acotar su máximo poblacional, pero lo hará a costa de su envejecimiento.
Y es que la humanidad, en la persecución del gran sueño de la inmortalidad, busca ahora la manera de vivir más, de vivir mejor y de hacerlo con el menor esfuerzo posible. Tres premisas que, a priori, parecen tan incompatibles como innegociables.
Quizá no sea una locura pretenderlo. De hecho, estamos más cerca que nunca de lograr avances significativos en esa dirección. Hoy experimentamos como el estado físico y cognitivo de nuestra madurez difiere muy ventajosamente de aquel que les correspondiera a nuestros padres y abuelos, y ya nadie pone en duda que nuestra esperanza de vida no tardará en franquear el centenar de años. Sin embargo, la travesía hacia el sueño ancestral del hombre, lejos de resultar sencilla, será incierta y azarosa.
La transición de la sociedad clásica, moldeada lánguidamente por la acción biológica, a esa otra sociedad híbrida que perseguimos obsesivamente, requerirá de ingentes esfuerzos en el ámbito político, social y económico.
No obstante, parece que sigamos sin comprender la trascendencia del desafío al que nos enfrentamos, como si la ignorancia voluntaria pudiera burlar la exigencia que nos plantea el problema.
Algo inexplicable a tenor del paulatino envejecimiento de la sociedad, de la proliferación de patologías limitantes, de la merma de la autonomía personal, del incremento de situaciones de dependencia, del agotamiento del antiguo modelo de solidaridad familiar y de esa colosal avenida poblacional que, fluyendo por el río de la vida, muy pronto desbordará la capacidad de nuestro modelo de atención sociosanitario —si se cumplen las proyecciones de la ONU, España se convertirá en el país más envejecido del planeta en el año 2050—.
A nadie se le escapa que no estamos en el mejor momento para hacer frente a semejante escenario. La sociedad occidental —y en especial la española—, altamente endeudada y con parcas perspectivas de crecimiento económico, deberá bregar con denuedo para asimilar tal sobrecarga. Pero, hasta la fecha, las respuestas políticas a este descomunal desafío siguen siendo inexistentes.
Los gobernantes, enfrascados en sus cálculos electorales, rechazan metódicamente las soluciones de largo plazo, abonados a la perniciosa filosofía del incremento continuado del gasto.
Desde los altos estamentos públicos se insiste en el dogma incuestionable: la mejor política social y sanitaria es la que más dinero invierte —en especial si tal inversión se hace visible, palpable y objeto de inauguración, cabría matizar—. Una praxis que no solo es letal para la economía, sino que lo es también para el indefenso ciudadano, comúnmente expulsado de su entorno para ser institucionalizado en centros residenciales, incluso cuando las circunstancias no lo determinan.
Por ello, la comprometida situación que enfrentamos exige un cambio de paradigma. Las soluciones de ayer no sirven para hoy y menos servirán para mañana. Necesitamos un nuevo enfoque que contemple unas líneas básicas de actuación:
1.- Un cambio conceptual que prime la prolongación voluntaria de la vida activa. Hoy día, la única discriminación aceptada socialmente es aquella que afecta a las personas mayores (edadismo).
2.- Una imbricación real de los ámbitos social y sanitario, que aligere costes redundantes y reduzca las ineficiencias en la atención y cuidados.
3.- El desarrollo de un modelo socio-asistencial capaz de adaptarse a la evolución tecnológica, y se oriente a la prevención, los apoyos multidisciplinares y el cuidado a través de Servicios Domiciliarios de alto impacto.
4.- El rediseño del actual modelo de Administración pública. La viabilidad de cualquier modelo de futuro es incompatible con la rigidez institucional, el inadecuado marco de colaboración con el sector privado, la ausencia de una estrategia nacional o la falta de prescriptores científicos y tecnológicos en el seno de la función pública.
5.- La implantación de un marco legislativo que impulse la estabilidad y la confianza que requiere la acción y la inversión privada. El talento y la innovación deben proponer productos y servicios con los que afrontar la problemática planteada por la alta longevidad (mayor incidencia de patologías físico-cognitivas, pérdida de autonomía personal, aislamiento, soledad, etc.).
A favor juega el deseo de la inmensa mayoría de las personas: vivir en nuestro entorno el mayor tiempo posible. Desde una perspectiva económica, la satisfacción de dicha aspiración es viable y nos acerca al horizonte de sostenibilidad. Para ello, el uso racional y eficiente de los recursos económicos debe convertirse en el primer mandamiento de la buena gobernanza pública.
Más allá del presupuesto disponible, es la calidad de la inversión la que contribuye al bienestar de las personas, y ese bienestar entiende mejor el lenguaje de las soluciones que el de las construcciones. Soluciones que amplifican su impacto al aprovechar el progreso tecnológico. Diseñar Servicios Domiciliarios de Alto Valor Añadido no solo es posible hoy en día, sino que se hace indispensable como garantía de futuro. Hablamos de la incorporación de:
– La red móvil 5G, que permite sensorizar el entorno vital de la persona y sus productos de apoyo de forma remota y ubicua.
– La Inteligencia Artificial, con el empleo de algoritmos que analizan y supervisan el comportamiento de personas con baja movilidad y/o limitaciones comunicativas anticipando situaciones de riesgo.
– La Telemedicina Avanzada, capaz de controlar variables vitales sin recurrir a desplazamientos o movilizaciones agresivas.
– Los Dispositivos Multimedia, que establecen canales de comunicación con el ciudadano en situaciones de aislamiento y/o soledad, proporcionando herramientas para la vida activa, los cuidados y la integración social.
La conformación de una Red de Servicios de estas características multiplicaría nuestra capacidad de atención, cuidados y apoyos a la ciudadanía de mayor edad, aligeraría la carga de trabajo de los profesionales sociosanitarios y reduciría los costes del Sistema. Con ello, según casos y patologías, se podría mejorar la ratio de inversión por ciudadano en más de un 70%, cumpliendo las expectativas de no institucionalización prematura y con un ostensible incremento de la calidad asistencial. En definitiva, hacer viable el anhelo de vivir más y vivir mejor. Es tarea de la Sociedad Civil que la Eficiencia, como palanca de sostenibilidad, procure votos.
Debemos crear las condiciones que permitan alumbrar un liderazgo honesto, crítico y realista. Un liderazgo alejado de prejuicios y apriorismos, que impulse el diálogo y ponga el futuro en manos de toda la sociedad: administraciones públicas, empresas privadas, agentes sociales, técnicos, trabajadores… Tenemos los medios, y espero que también la voluntad. Nadie debería diluir la responsabilidad que le corresponde. Hagamos que brille la inteligencia colectiva.